SANTA MARIA DE MONTESA Y SAN JORGE DE ALFAMA

Fernando Andrés Robres
Universidad Autónoma de Madrid

© Grupo Internacional para el estudio
de las Órdenes Militares. 2002

Santa María de Montesa fue erigida el 22 de Julio de 1319, una vez superadas algunas reticencias a la Bula de fundación (Ad fructus uberis), otorgada por Juan XXII en 10 de Julio de 1317. Casi cien años más tarde, el 24 de Enero de 1400 (bula Ad ea libenter intendimus de Benedicto XIII), anexó los restos de la orden de San Jorge de Alfama, fundada por Pedro II de Aragón en 1201, completando la que en adelante sería su denominación. Su disolución de hecho puede hacerse coincidir con el final del Antiguo Régimen en España, por mucho que en etapas posteriores, y hasta la actualidad, se haya resucitado en diversas ocasiones como institución honorífica. Su incorporación a la Corona se demoró considerablemente respecto a la de las órdenes castellanas, formalizándose sólo en 1592, a la muerte de su último maestre, bajo cuyo mandato se había promulgado por Sixto V, el 15 de Marzo de 1587, la correspondiente bula.

Su territorio, circunscrito en la práctica al reino de Valencia, constituía un fiel testimonio de los problemas originados en el sur de la Corona de Aragón por la disolución de la orden del Temple. Temiendo la monarquía aragonesa la adscripción de los bienes templarios a la Orden de San Juan del Hospital, como preveía el concilio de Vienne (hubiera supuesto separar Valencia del Reino de Aragón y el Principado de Cataluña por una verdadera "franja-estado" sanjuanista), Jaime II pretendió en principio heredar directamente el legado, lo que le fue denegado. Planteó entonces la creación de una nueva orden dotada con el conjunto de las posesiones del Temple en la Corona de Aragón, también sin conseguirlo. Y logró finalmente erigir Montesa, que aglutinaría los bienes valencianos de los templarios y también de los hospitalarios (éstos con algunas excepciones y a cambio de la concesión a San Juan del patrimonio templario en Cataluña y Aragón), aunque no los de la orden de Calatrava, que también habría solicitado.

De ese modo, Montesa contaría con un patrimonio que, si bien modesto de compararlo con el de las órdenes castellanas, resultaba, además de políticamente relevante, homogéneo. Tenía su núcleo en las comarcas situadas en el límite norte del antiguo Reino de Valencia, y contaba además con algunos otros señoríos dispersos por el resto del mismo: uno de los más meridionales, el de Montesa (del que la orden tomaría el patronímico), fue donación expresa de Jaime II supeditada a la fundación, y respondía a la intención del monarca de descargar en la orden responsabilidades en la defensa del flanco meridional del reino, por entonces todavía sensible al peligro islámico; allí, junto al ya existente castillo, se erigió el convento de la orden, que sería el punto de referencia de los clérigos y caballeros montesianos hasta que un violento terremoto lo devastara en 1748. Las propiedades en Cataluña —Torre de San Jorge de Alfama— eran irrelevantes, suponiendo antes cargas que beneficios, y supuestas pertenencias en Mallorca —herencia asimismo de la Orden de San Jorge—, no han dejado apenas huellas documentales. Ese patrimonio habría de permanecer prácticamente inalterado durante la vida de la orden; destacó, en todo caso, la pérdida en 1488, tras largo y disputado litigio con el Real Patrimonio, de la emblemática ciudad de Peñíscola.

Pronto, el territorio, sobre el que la orden ejercía jurisdicción —bien baronal o plena, bien alfonsina o limitada— y del que ingresaba sus rentas —participación en el diezmo, censos sobre tierras, monopolios, penas derivadas del ejercicio de la jurisdicción misma, etc.— fue dividido entre mesa maestral y encomiendas. Comprendía la primera (describo desde Montesa Ilustrada, la principal crónica de la orden, obra de frey Hipólito de Samper publicada en 1669) los baylíos de Cervera (con centro en San Mateo), Moncada, Sueca (con el tiempo la "joya" económica de la orden), y Montesa. Y se contaban hasta trece encomiendas: mayor (para entonces la de Les Coves, aunque antes lo habían sido las de Peñíscola y Culla), Culla, Benassal, Ares, Benicarló-Vinaròs (antigua encomienda de Peñíscola), Alcalá, Montroi, Perpuxent, Silla (transferida por la monarquía a la mesa en el siglo XVIII), Onda, Vilafamés (en ambas perdería la orden la jurisdicción alfonsina durante el siglo XVII), Burriana y Ademuz (encomiendas sin ejercicio alguno de jurisdicción). En conjunto, y hacia la época de la incorporación, el territorio sometido a jurisdicción comprendería unos 2.500 km2, estaría poblado por unos 9.000 vecinos, y abarcaría unas 40 villas y lugares. Y la renta anual podría ascender a unos 30.000 ducados castellanos, de los que unos 13.000 corresponderían al maestrazgo.

Maestre, comendador mayor, clavero —con especiales atribuciones en el convento y derechos sobre las rentas de la villa de Sueca—, prior, obrero —muy pronto extinguido—, y comendadores, junto con algunos cargos de delegación —subclavero, subcomendador, subprior, gobernadores del maestrazgo y de algunos otros bailíos de la mesa—, y caballeros y clérigos —estos indistintamente, jerarquizados sólo en función de su antigüedad en la orden— conformaban el organigrama anterior a 1592. Pero acaso lo más singular —la referencia obligada son las órdenes castellanas— fue su redefinición tras aquella fecha, derivada del doble hecho de que la incorporación de Montesa lo fuera a la Corona de Aragón y de que el Reino de Valencia contara con fueros propios: el desde entonces administrador perpetuo (el rey) debió por ello gobernar Montesa al margen del Consejo de Órdenes, y crear los originales cargos de asesor eneral (miembro del Consejo de Aragón, que adquirió, por cierto, una nueva dimensión como consejo de órdenes en cuanto Consejo de la Orden de Montesa) y de lugarteniente general, convertido de hecho en la nueva cabeza visible y ejecutiva de la orden en el Reino de Valencia.

En cuanto Religión, Montesa se rigió según la regla del Cister, aunque observando una original doble dependencia, de compleja naturaleza jurídica —nunca claramente explicada—, y que sólo halla paralelismo en la portuguesa Orden de Cristo, con la que asimismo compartía las causas de su fundación. Montesa obedecía, de un lado, a la Orden de Calatrava, de la que era posiblemente filiación y cuyo maestre ejercía el derecho de visita; y dependía, por otra parte, y por expresa voluntad de su fundador Jaime II, del monasterio tarraconense de Santes Creus, que proporcionó los primeros religiosos y cuyo abad, además de participar también en los actos de visita —en los que podía ser suplido por el abad del más próximo y también cisterciense convento valenciano de Valldigna—, mantuvo el privilegio de designar entre sus monjes al prior del Convento de Montesa. Pese a ello, era de hecho orden independiente, y además lograría afirmar esa autonomía en la época moderna. Ya en 1604 se desembarazó de la tutela calatrava, tras oponerse a una visita ordenada por el Consejo de Órdenes en 1602. Algo más adelante, también Santes Creus perdería sus derechos: concretamente en 1671, tras bula impetrada por Carlos II; finalmente, en 1677, la orden adoptaría el oficio romano relegando el cisterciense.

Los clérigos de la orden debían atender al auxilio espiritual de los caballeros. Lo hacían desde el Convento, pero esa era también la razón de ser de los cinco prioratos existentes en 1669; además, también para entonces ocupaban siete rectorías y tenían prelación en la provisión de otra veintena, todas ellas ubicadas en el territorio de la orden. Para su formación en la Universidad de Valencia disponían en aquella ciudad, como residencia, del Colegio de San Jorge.

Los caballeros y clérigos montesianos no llevaron insignia alguna en los primeros años de vida de la orden; adoptaron hacia 1393 la flordelisada calatrava, bordada en negro y dispuesta a la izquierda del manto; y se identificaron, a partir de 1400, con la heredada de la Orden de San Jorge, una sencilla cruz plana roja centrada sobre el pecho. Los hábitos fueron los cistercienses, de estameña blanca en los mantos y sayales negros de paño, más tarde sustituido por lino; pequeños detalles —mangas cortas y redondas en las túnicas, forma del cuello— los diferenciaban de los de Calatrava.

Montesa debió su existencia al empeño personal de Jaime II. Acaso por ello fue, durante la edad media, orden dócil a la monarquía aragonesa. Muchos de los sucesivos monarcas de Aragón —Alfonso IV, Pedro IV el Ceremonioso, Juan I, Martín el Humano, Fernando de Antequera, Alfonso V el Magnánimo— se valieron de su apoyo militar en campañas tanto domésticas como exteriores: desde la defensa de Valencia frente a los moros de Granada hasta enfrentamientos con Castilla; desde la guerra de la Unión hasta expediciones a Marruecos, Cerdeña o Italia.

Tuvo además la orden presencia activa en el desarrollo y desenlace del Cisma de Occidente: Peñíscola fue durante bastantes años residencia del antipapa aragonés Benedicto XIII (el Papa Luna), protector y protegido de Montesa, que durante algunos meses de 1410 y ante un vacío de poder ejerció incluso como señor temporal del maestrazgo montesiano.

Fernando el Católico, artífice de la incorporación de las órdenes castellanas a la Corona, fracasó en su intento de hacer lo propio con Montesa. Y ello a pesar de que la monarquía aragonesa había forzado a menudo la presencia de alguno de sus miembros en la orden: Don Felipe de Aragón y Navarra fue maestre entre 1482 y 1488, y Hernando, nieto del rey Católico, prefirió la carrera eclesiástica pura pese a la intención de su abuelo de promocionarlo a la máxima dignidad montesiana. Alejandro VI, segundo de los papas Borja, habría obstaculizado presumiblemente la incorporación de Montesa, en una actitud que acaso tuviera relación con los intereses de su familia en la orden: fueron muchos los Borja montesianos. Aunque al fin, no sin cierta paradoja, iba a ser precisamente un Borja, don Pedro Luis Garcerán, decimocuarto maestre, personaje ciertamente singular (virrey en Orán y Cataluña, mecenas glosado por Cervantes en su Galatea, reo de la inquisición por delito de sodomía) quien se aviniera a ella, tras arduas negociaciones con Felipe II.

Con ocasión de las Germanías, Montesa habría permanecido fiel al poder establecido. De igual manera, durante la guerra de Sucesión, los miembros de la orden se habrían alineado mayoritariamente —no sin notables excepciones— con el pretendiente borbón. Y Felipe V y Carlos III la habrían recompensado con el importante desembolso que supuso la edificación de una nueva iglesia y convento en la ciudad de Valencia tras el terremoto de 1748: se trata de la que todavía conocemos como Iglesia del Temple, construcción neoclásica que pasa por ser, junto al castillo de Peñíscola y las ruinas de otros muchos —Montesa, Culla, Cervera, Ares, Xivert, Polpis, Vilafamés, Albocàsser—, el principal vestigio arquitectónico de Montesa. Pintura y, sobre todo, orfebrería —conservadas fundamentalmente en museos de Valencia y San Mateo— dan cumplida cuenta, asimismo, de la larga y rica tradición montesiana.

La relación de hechos y personajes ilustres relacionados con la orden quedaría incompleta sin la inclusión de sendos juristas montesianos, autores en el siglo XVII de tratados de consulta obligatoria para comprender el régimen foral de los territorios de la Corona de Aragón: don Lorenzo Matheu y Sanz y don Cristóbal Crespí de Valldaura; éste último fue vicecanciller del Consejo Supremo de Aragón y miembro del Consejo de Regencia que asesoró a la reina Mariana durante la minoría de Carlos II.

Como en las órdenes castellanas, los candidatos a ingresar en Montesa debían acreditar hidalguía y someterse a pruebas de ingreso, supervisadas por el maestre y más tarde por el Consejo de Aragón, pero están por hacer estudios que permitan, para antes del siglo XVIII —cuando es sobresaliente la presencia de militares—, hablar con propiedad de las características específicas de las pruebas y de los miembros de Montesa. Estos, muy pocos en el momento de la fundación y poco más de medio centenar cuando la incorporación, habrían llegado a ser más de 150 (unos 100 caballeros y 50 clérigos) según una relación de 1689, época en que, por cierto, se habría intentado desde las cortes valencianas, sin éxito, restringir la militancia a pretendientes nacidos en el Reino; más fuerte todavía habría sido la presión para negar a los no valencianos el derecho a ser comendadores.

Todavía sabemos poco sobre la significación política y social de Montesa. En la época medieval prevalece la imagen de orden militar en el sentido estricto del término, aunque, como se ha señalado, estrechamente ligada a la acción de la monarquía. Posteriormente, y como sucede con las ordenes castellanas, esa condición se iría diluyendo.

Es claro que las órdenes eran en la época moderna instituciones elitistas —cumplían precisamente una función de definición de lo que debía ser la élite— y que estaban controladas por la Corona, que las utilizaba fundamentalmente como fuente de mercedes. Pero aquel control no descartaba fricciones, que en el caso de Montesa resultan especialmente reveladoras de la compleja vertebración del poder que caracteriza al Antiguo Régimen: en Montesa, el estatuto jurídico privilegiado que derivaba de su condición de orden militar (y por tanto de institución eclesiástica) se solapaba con el aparato legal foral valenciano, imposibilitando tras la incorporación asimilarla al modelo de gobierno diseñado para las ordenes castellanas, cargando así de originalidad su naturaleza institucional y jurisdiccional.

Montesa participa a grandes rasgos de la tradición historiográfica común a las órdenes de la monarquía hispana. Pero su condición de hermana pequeña y, en consecuencia, sus deseos de autoafirmación, tuvieron su traducción en el hecho de que su producción clásica obedeciera siempre a motivos concretos y coyunturales: los clérigos y caballeros montesianos se aprestaron a escribir tratados y alegaciones sólo cuando había un objetivo a alcanzar: la no dependencia de Calatrava, el control de determinadas iglesias y curatos frente a las apetencias del clero diocesano, la independencia respecto de los monjes cistercienses de Santes Creus o la reivindicación de derechos jurisdiccionales ante las intenciones contrarias de oficiales de la Corona.

 

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